Wednesday, November 23, 2005

Borbón, Esmeraldas. Segunda semana de Octubre del presente.

Salgo de la mansión de madera arrancada de manera ilegal al bosque protector de la provincia. Un día claro, fresco y espléndido, que pronto se convertiría en un horno. Uno de mis colegas de más antiguedad me pide que le cubra un rato emergencia. Vamos, pues. Para una cesárea de emergencia.
Al poco rato veo un moderado alboroto, puesto que la operación no salió como esperaba. En un principio, todo salió aparentemente bien. Se abre suprapúbicamente, se divulciona rectus abdominis, se abre peritoneo delicadamente, inciden peri, mio y endometrio hasta llegar al amnios y se extrae al bebé. Se corta cordón, se lo entrega a la enfermera para prepararlo y vestirlo, asunto aparte. Se remueve de manera rápida la placenta y se estimula al utero para que ocurra el llamado fenómeno de Badelaique (tal vez escribí mal, soy malo para los epónimos) es decir, que el útero se contraiga para evitar sangrados futuros. Luego se sutura por planos (miometrio y serosa) y se comprueba alguna fuga. Se pone entonces todo en orden y se sutura por planos.

Pero esta vez algo falló. De parte de ella. Ocurrió algo llamado "atonía uterina". En lugar de contraerse, se pone flojo como un flan. Por lo tanto, sangre a canilla abierta. La cagada era que en ese pequeño pueblo faltaba banco de sangre, así que a sustituir con hemacel, lactato o lo que hubiera. De una presión de 30/10 sube a 110/70. Uf.
No había modo de sonsacar el riesgo, pues intervenirla de vuelta hubiera sido muy riesgoso. Un bajón súbito de presion sería fatal. Y de perder mas sangre ni hablar. Así que a transferirla. Me toca acompañarla. Voy con Oxígeno, dos lactatos en ella, uno con adrenalina para ser manejado en caso de hipotensión, un ambú...y nada más (ah y un esfingomanómetro). Nos fuimos.

Esa carretera de repente deja manifestar en la pobre señora todos y cada uno de sus malditos baches. Hasta da la impresión que la carretera se irregulariza adrede para herir a mi paciente. En cuanto a ella, acompañada de su esposo y su cuñada, no para de tratar de arrancarse los sueros, quitarme las manos sobre sus pulso s para verificarlos o de rogarme anestesia y agua. Su aliento me dice que su deshidratación es grave. Hago parar y compro una botella. Ella me exige que le dé toda la botella y le replico pacientemente que de hacerlo corro dos riesgos: Primero, de hacerla vomitar y que incluso realice una neumonia por aspiración. Segundo, que por agresión contra el intestino recientemente manipulado se provoque una parálisis intestinal, y otro bulto al saco. Así que vamos por tapitas. De a poquito y reteniendo el agua en la boca, señora, le digo.
La ambulancia no colabora. Su falta de muelleo sacude la tapa llena de agua derramándola en mi pantalón. Pero ella bebe. Con avidez. Con desesperación. Y me sigue pidiendo. Yo le doy rogando que no vomite. La señora no deja de moverse. Se quiere hacer para un lado, para el otro, cruza los brazos sobre la cabeza, impidiendo el paso del suero que mantiene su presión estable y su vida. Los ductos se acodan. Trato de no desesperarme ante los zamarreos de ella cuando le vuelvo a colocar las manos en su lugar. El marido le reclama. La cuñada le suplica que colabore. Cada 20 minutos le trato de tomar la presión. Trato, pues los débiles sonidos de su presión son tragados casi totalmente por el tronar del viejo motor y los movimientos de la ambulancia que quitan la campana del lugar para escuchar y, claro, los continuos movimientos de la señora que no quiere que la moleste. Por un lado me molesta su actitud, pero por otro lado me parece bien que lo haga, pues está peleando su vida contra el Grim Reaper que la está jalando.

El maldito viaje no termina, la carretera se hace eterna. Es como si un genio maléfico hubiera estirado el camino. Y eso que vamos a casi cien. Vuelvo a verificar signos vitales, vuelvo a acomodar sueros y oxígeno y la señora se los vuelve a desacomodar, entre quejidos, lamentos, exigencias y letanías. Ruego para que lo que tal vez ocurra no pase. Para que lleguemos al hospital principal y le coloquemos su sangre y se la intervenga al toque. Faltan 20 minutos antes de llegar a la capital... ...y la señora exclama con todo su aliento, ante mí, su marido, su cuñada y ante el chofer de la ambulancia. Pero sobre todo ante ella misma, aceptando lo inevitable...
"¡¡DOCTOR, SE ACABÓ, YA ME DESPIDO!!"
El marido palidece, de lo negro que es. La cuñada se lleva las manos a la boca y trata de calmar a la mujer. Pero el rostro de ella está siendo invadido por un último espasmo, sus ojos se abren como platos, viendo quizá ya el túnel luminoso o tal vez al espectro oscuro que vino a ordenar un desalojo de manera inmediata. Yo hago lo que cualquiera hace, tomar signos vitales y confirmar lo que ocurría. Un paro cardíaco. Inmediatamente empiezo con mis maniobras. RCP: 1001, 1002, 1003, 1004, 1005 y dos bocanadas rápidas con el ambú, mientras grito al chofer que acelere lo más posible. Pido al marido que me ayude con el ambú, mientras la cuñada empieza a llorar y a chillar. Mucha mala vibra dentro. Intento calmar a la señora mientras continúo con mi ritmo, haciendo latir el corazón quieto y metiendo a la fuerza oxígeno a los pulmones. Me salen letanías de la boca "¡resista señora!" "¡no se deje, señora!" "¡vamos, no se rinda señora!" continuamente. No me oye. Aplico mi semiología de manera discreta para ver si queda chance, y su marido, haciendo gala de una intuición que prescindía de ciencia, títulos, estudios o electrocardiógrafos, adelanta mi diagnóstico final...
"¡Dios mío, ya me quedé solo...!"
Al diablo. Yo no dejo de bombear. Mis músculos empiezan a arderme pero yo sigo. Sé que la causa está perdida, pero sigo. Esto no beneficia ni perjudica mi carrera, pero sigo. No me había dado cuenta que ya estábamos en el hospital. Exijo a gritos la camilla y la llevamos dentro. Para sólo confirmar su fallecimiento. Bien, hora de dar las malas noticias. Sollozos, gritos y demás. Me sorprendo de la edad de la señora, 25 años y cinco hijos a cuestas, junto con el neonato. Yo creía que estaba de 40...

Partimos de regreso, igual que como empezamos, con la diferencia que ahora uno de nosotros es un cadáver. Y el silencio. Como un epitafio. Ni siquiera el mar al lado del carretero, ni la tarde sepia y anaranjada se atreven a opinar. Sigo al lado de la difunta, comprobando de cuando en cuando su temperatura. Disminuye conforme la luz del día cae. Está ya tan fría como el aire que respiro. Ya de regreso, veo cientos de curiosos que desean ver la difunta. Me quedo en el hospital mientras la llevan a casa de su madre a velarla...

El día era espléndido. La el atardecer fue de colores únicos. La noche está fresca. El aire me pasa y se introduce en mí. Yo sigo vivo. Ella ha muerto. Pero yo también moriré algún día. Todos.
La vida es hermosa. Mañana será otro espléndido día.
Para pelear por la vida y aceptar ciertas derrotas.

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